Y de la noche a la mañana me vi expatriada en El Cairo, viviendo entre pirámides, gatos resabiados y turbantes blancos...

domingo, 22 de febrero de 2009

Wadi Degla y los pecados de nuestros tiempos.


En las afueras de El Cairo, hay un remanso de paz y silencio, un oasis sin palmeras ni agua, un abrupto paraje desértico donde el viento sopla entre cerros, cañones, rocas y arbustos deshidratados. Este lugar se llama Wadi Degla.

La primera vez que lo visité, lo hice llena de expectativas y no sé por qué, esperé encontrar un paisaje verde con senderos sombreados, pistas arboladas y si me apurá
is algún arroyuelo.

Ya sé que semejantes pretensiones me harán aparecer como una loca. Yo misma me pregunto de dónde me vino aquella fantasía onírica que me hizo esperar semejante vergel en un clima tan terco y desértico. Caprichos de mi imaginación, sin duda desatados cuando alguien me lo presentó como el mejor sitio para correr, andar en bicicleta o pasear con el perro.

Así que cuando comenzó mi recorrido por aquel páramo arenoso, yermo y conmovedor, me dije si no me habría confundido, porque ni con el mayor de los
esfuerzos podía imaginarme a corredores o ciclistas circulando por esa inquietante extensión de piedra y arena, bajo un sol infinito y vacío de verdes abrazos que pudieran cobijarles. Desconcertada, miré en todas direcciones buscando una explicación y cuando mis ojos descubrieron un par de deportistas, tuve que aceptar la idea de que el ser humano es infinitamente más extravagante de lo que pensamos.

Dejando al lado estas reflexiones, tengo que deciros que una vez que mi cerebr
o cambió vergel por desierto, el nuevo paisaje que se abría ante mis ojos me pareció en su inclemencia, fascinante.

Me encantó el viento frío del invierno agitando la arena y el sonido que producía al perderse entre los cerros que delimitan el desfiladero. Qué placer sentí al sentarme en la cima de una loma descortezada y mirar las cascadas petrificadas y los lechos de los antiguos ríos e imaginarme la naturaleza de la zona hace millones de años. Es como si la historia hubiera tomado vida y saltara de los relatos de los cronistas para presentarse ante mis incrédulos ojos como prueba irrefutable de que aquello que se cuenta, ciertamente ocurrió.

Recomendable lugar sin duda, para frenar el alocado ritmo cairota.

Sólo hay algo que desbarata este paraje protegido. A medida que te adentras en el entorno hay zonas donde las montañas se cierran provocando estrechas
cañadas y es precisamente en esos lugares, en los que el viento cambia de rumbo, donde se acumulan cientos de bolsas de plástico que anidan en arbustos, arenales y en las crestas de los cerros.

Manera lamentable de despertar de un sueño de millones de años y caer en la más patética pesadilla de los tiempos modernos.

lunes, 16 de febrero de 2009

El Mar Rojo. Cámara y acción!

Paré a echar gasolina en una estación de carretera llena de arena y arbustos secos. El revuelo que se armó fue mayúsculo. Hasta una tropa de niños me siguió alborotando hasta el baño.

Me pareció una felicidad barata y comparable a la que yo sentía jugando a la pita, a la goma o con unas máquinas de petacos que nos fabricábamos con las pinzas
de colgar la ropa. Sin contar, claro, el placer que me producía ir a la salida del colegio con mi prima lourditas a hacer burla a unas chicas que cosían en el escaparate de una tienda de Singer. Placer que duró, hasta que una de ellas salió y nos pegó dos pescozones que mi madre, además, consideró muy bien dados. Otros tiempos, sin duda.

El gasolinero, que también miraba embobado, no despertó hasta que la gasolina empezó a salir a borbotones del tanque ya lleno y le escurrió pegajosa por los
pantalones. Diez euros y pico costó llenar el depósito con 75 litros.

El viaje hacia El Gouna, en el mar rojo, siguió tranquilo entre carreteras polvorientas habitadas por camiones cochambrosos que daban bandazos de esquina a esquina y adelantaban al resto sin ninguna precaución, como si el éxito de aquella peligrosa empresa dependiera más de dios que de ellos mismos. Insha'Allah (si dios quiere) es la palabra más usada en estas tierras.

Algunos tramos discurren junto a un mar caprichosamente rayado de un color azul
cobalto y turquesa que nunca había visto hasta ahora. En algunas zonas, la solitaria playa llega hasta la carretera y es entonces cuando aparecen por sorpresa, fantasmagóricos complejos residenciales con cientos de casas gemelas y hoteles deshabitados de dimensiones faraónicas. Más espejismo que realidad.

Después de un trayecto de algo más de 400 kilómetros, aparece El Gouna. Esta localidad, que se ha convertido en uno de los destinos vacacionales más importantes del país, no existía hace quince años, cuando un conocido hombre de negocios egipcio compró siete kilómetros cuadrados de terreno en el mar. Cuesta creer que en un par de años, lo que era desierto de arena y piedra se haya convertido en una ciudad de
más de 7.000 habitantes, llena de hoteles de 5 estrellas, zonas residenciales, verdes campos de golf y algunos centros de investigación y desarrollo de universidades con buena reputación.

Contemplé este curioso universo a vista de pájaro, desde el mirador de la torre más alta, que alberga un restaurante francés y me produjo una mezcla de fascinación e irrealidad. Y volví a preguntar incrédula por su propietario y por sus recientes orígenes. El paisaje desde ese punto se ve salpicado de casas idénticas, jardines tropicales, zonas verdes, lagunas artificiales y un mar azulísimo, que llega a todos los rincones y comparte protagonismo con una afilada cadena montañosa en retaguardia
y el inmenso desierto que espera fuera.

Bajé de la torre para comer en un "casco viejo" que tendrá una solera de 10 años. Para llegar, atravesé barrios residenciales limpios y organizados pero deshabitados, silenciosos, sin vida y me pareció que todo aquello seguía siendo desierto.

Llegué a una gran plaza empedrada, con varias terrazas y restaurantes. Caminé por las calles y por las tiendas que había alrededor. Atravesé un pequeño puente de piedra que conducía a un zoco y que pasaba por encima de un lago con dos patos de piedra
navegando sin ton ni son. Me dio pena y me pregunté si se les había acabado el dinero para traer un par de aves de carne y hueso.

Me pareció estar en un mundo ficticio, en los decorados de unos estudios de filmación listos para iniciar el rodaje.

Me senté a tomar una cerveza en la plaza y me vi, con muchos menos a
ños, jugando con mi hermano pequeño a los clicks de famobil y a los indios y vaqueros. Montando un ciudad del Far West y colocando estratégicamente los elementos, el hotel, el banco, el salón, el colmado, la oficina del sheriff, la estación...y miré a mi alrededor y me pareció lo mismo y estaba segura que en el fondo había sido lo mismo. Esta ciudad estaba planeada sobre un tablero de algún juego de estrategia y se estaba quedando en eso, un juego. Sólo faltaban los indios que no encontré por ningún lado.

lunes, 9 de febrero de 2009

El desierto en Egipto. Lo que calla y lo que cuenta.

Ayer hice un viaje de más de 30 millones de años y atravesé uno de los lugares más fascinantes que mis ojos hayan visto jamás, el desierto de Libia, que extiende sus dominios al oeste del Nilo, hasta Libia y Sudán.

A primeras horas de la mañana, con un sol tímido y una brisa fr
esca, dejamos la carretera que conduce a El Fayum y nos adentramos en un brumoso e inmenso vacío que se extendía y perdía en una lejanía incalculable . Aunque la aventura no había hecho más que empezar, un emocionado hormigueo me recorrió el cuerpo y quise saltar impetuosamente del asiento para tocar aquella arena y fotografiar su magnitud infinita.

A medida que avanzábamos entre cañones, riscos y las más caprichosas formaciones montañosas, aquel paisaje iba cobrando vida y contando una historia pasada tan cierta como desconocida. Lo que era árido se reveló fértil hace millones de años, bañado en aguas de mares y ríos.


Me encontré con extensiones de arenas pobladas de fósiles, conchas de moluscos de todas las especies y tamaños convertidas en piedra. Me costó comprender que lo q
ue estaba viendo y pisando, había pertenecido en otros tiempos a un medio acuático. Toqué aquello con las manos, cuidando de no despertar del sueño a alguna alimaña y no pude más que pensar en nuestro propio origen y destino y en la relatividad de nuestra vida y problemas.

Seguimos hacia el lago Moeris, ya fuera de cualquier pista y encontramos varios tramos difíciles. Subir a toda velocidad las empinadas laderas de aquellas formaciones montañosas y llegar a la cima, sin ver lo que hay al otro lado me inyectó una dosis de adrenalina inexplicable que lejos de asustarme, me causó un regocijo como no
hubiera imaginado. Miré alrededor, y de nuevo ese paisaje infinito que se corta con perfección donde el cielo comienza, unas veces espejismo, siempre azul, cítrico y dorado.

Y llegamos a una planicie fantasmal, el bosque petrificado, donde yacen en ab
soluta soledad, decenas de árboles fosilizados que descansan en aquellos parajes desde hace más de 30 millones de años. Allí reposaban impávidos, enormes troncos de varios metros, astas y ramas de una perfección que impresionaba. Lo que en otro tiempo fue madera, se había convertido en una piedra más dura que el granito, tintineante como el cristal. Un bosque encantado. Alrededor, arena, sólo arena, tan lejos como alcanzaba mi vista.

Continuamos el trayecto, recorriendo kilómetros y kilómetros de polvoriento desierto y volvió a sorprendernos un paisaje irreal. En el horizonte nebuloso, aparecieron las ruinas de Soknopaiou Nesos (Dime), ciudad alfarera del periodo Ptoloméico fundada
hace más de 2000 años. La imagen, que salía de la nada, como caprichosos dedos emergiendo de una loma y señalando al cielo, iba tomando coherencia a medida que me acercaba.

Llegamos llenos de asombro y en aquel singular fragmento de historia, no había nadie, ni un policía dormitando,
ni un camello, ni siquiera un beduino.

Bajo un sol intenso y una brisa traviesa, recorrí las amplias calzadas empedradas y caminé por las murallas entre restos de casas y graneros, sobre un suelo tapizado con miles de fragmentos de vasijas y enseres de la época. Los toqué con las manos y pensé de nuevo, en aquellos que nos precedieron y los que vendrán después.


Llegó el momento del regreso. Contábamos todavía con dos horas de luz, pero nos habíamos adentrado más de 200 km y tendríamos que conducir la mayor parte del trayecto a través del desierto. Así, que si no había ningún percance, nos reiríamos de la noche.


En dos ocasiones, nos quedamos atrapados en la arena y nos costó un gran esfuerzo salir de aquel agujero. Curiosamente no sentí miedo, eso sí, me vi improvisando una noche en aquellos parajes desconocidos y compartiendo cama con zorros y otras especies desérticas.

Se echó la noche, cuando nos faltaban 20 km para llegar a la carretera y el trayecto no presentaba peligro. Respiramos hondo, lo habíamos conseguido.